Información práctica

Estructura y función del cuerpo humano
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Los sistemas de la estructura y función del cuerpo humano, más directamente relacionados con el desarrollo de esta actividad de la vida diaria son:

 

La persona, hombre o mujer, de cualquier edad o condición, es un ser multidimensional integrado, único y singular, de necesidades características, y capaz de actuar deliberadamente para alcanzar las metas que se propone, asumir la responsabilidad de su propia vida y de su propio bienestar y relacionarse consigo mismo y con su ambiente en la dirección que ha escogido.

La idea de ser multidimensional integrado incluye las dimensiones biológica, psicológica, social y espiritual, todas las cuales experimentan procesos de desarrollo y se influencian mutuamente. Cada una de las dimensiones en que se describe a la persona se encuentra en relación permanente y simultánea con las otras y forma un todo, en el cual ninguna de las cuatro dimensiones se puede reducir o subordinar a otra ni se puede contemplar de forma aislada. Por consiguiente, ante cualquier situación, la persona responde como un todo con una afectación variable de sus cuatro dimensiones. Cada dimensión comporta una serie de procesos, algunos de los cuales son automáticos o inconscientes y otros, por el contrario, son controlados o intencionados.

Teniendo siempre en mente este concepto de persona, y sólo con fines didácticos, pueden estudiarse aisladamente los procesos de la dimensión biofisiológica (estructura y función del cuerpo humano) implicados en el desarrollo de ésta actividad de la vida.

 

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Relación con otras actividades de la vida diaria
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1. Respirar, 2. Comer y beber, 3. Moverse, 4. Reposar y dormir, 5. Comunicarse, 6. Trabajar y divertirse.

 

Respirar. En las vías superiores respiratorias, concretamente en la nariz, se localizan centenares de receptores olfativos, donde cada uno se une a una molécula característica particular para ser procesado en el cerebro. Este proceso es de gran valor protector porque que permite evaluar el aire e identificar espacios de riesgo de inhalación de gases tóxicos, siempre que el gas desprenda olor y sea reconocido como peligroso por la persona. Los olores son captados a través del encéfalo y el tálamo y el aprendizaje permite que puedan ser integrados y almacenados en la memoria para ser interpretados posteriormente. Si son identificados como desagradables, se producen inspiraciones menos frecuentes y superficiales; por el contrario, si se trata de olores que evocan recuerdos y sensaciones agradables, provocan inspiraciones profundas y prolongadas.

Comer y beber. A través de lo que se ingiere se puede poner en riesgo la salud. A partir de la ingesta de sustancias, alimentos o líquidos contaminados o tóxicos, de mala calidad o mal cocinados, pueden penetrar en el organismo elementos nocivos, bacterias o microorganismos que pueden ocasionar enfermedades, bien por intoxicación, con sustancias que producen dichos microorganismos, bien por su invasión directa cuando atraviesan las paredes del tubo digestivo. La persona puede responder con náuseas y vómitos o diarreas. 

Moverse. La capacidad para hacer movimientos precisos y rápidos en los momentos oportunos es esencial para evitar los peligros y defenderse ante situaciones de riesgo, como por ejemplo correr para evitar un atropello, huir en un incendio, desplazarse para poder avisar a otros cuando se precisa ayuda urgente, etc. También la autonomía de movimiento es imprescindible para aplicar medidas preventivas de todo tipo.

Reposar y dormir. Para protegerse de los estímulos potencialmente dañinos del entorno es necesario mantener un nivel de alerta y atención que permita percibirlos como riesgo. El exceso de actividad física y/o mental o la falta de sueño disminuyen el nivel de alerta y sitúan a la persona en una situación de peligro.

Comunicarse. Las emociones de ansiedad, miedo, huida o confrontación que surgen ante una situación de amenaza o de pérdida suelen ser expresadas a través del lenguaje no verbal, el cual queda reflejado en el tono de los músculos, los movimientos corporales, los gestos de la cara y la mirada. Aunque algunas personas han aprendido a controlar la expresión corporal para no desvelar las sensaciones y emociones, ante situaciones que se perciben como amenazantes es difícil ocultar y controlar los movimientos, la mirada y los gestos.

Trabajar y divertirse. Las actividades laborales y de ocio someten a la persona a una diversidad de factores de riesgos de accidentes, riesgos ambientales y riesgos psicosociales ante los cuales, para mantener la salud, se requiere una buena condición física y psicológica, una buena utilización del equipamiento y la adopción de medidas preventivas adecuadas.

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En función del grupo de edad y la etapa de desarrollo
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1. Intrauterino, 2. Neonato-lactante, 3. Preescolar, 4. Escolar, 5. Adolescente, 6. Adulto joven, 7. Adulto maduro, 8. Adulto mayor.

 

1. Intrauterino

En la actualidad se sabe que se pueden sufrir diversos tipos de estrés antes de nacer. La malnutrición materna y los tóxicos como el alcohol y el tabaco se relacionan con partos prematuros, con un peso bajo al nacer y, a veces, con malformaciones anatómicas y deficiencias funcionales. En situaciones estresantes de la madre se ha encontrado que existe un aumento de la concentración intrauterina de cortisol y otras hormonas de estrés que puede derivar en afectaciones en el aparato cardiovascular y otros sistemas corporales.

 

2. Neonato-lactante (del nacimiento a los 18 meses)

Hasta los tres meses, los bebés tienen limitada la capacidad de producción de anticuerpos. Sus miedos e inseguridades los manifiestan llorando.

El lactante ya está inmunizado (vacunado) contra las infecciones infantiles. Su entusiasmo por conocer y explorar el entorno les pone en riesgo de sufrir accidentes. Los niños no reconocen el peligro y, a medida que crecen, comprenden las prohibiciones pero juegan a transgredirlas para verificar la constancia de quien las emite. Los niños menores de 5 años son los que corren mayor riesgo de sufrir accidentes. Por regla general, antes del primer año son capaces de experimentar alegría, tristeza, sorpresa, asco, miedo e ira.

 

3. Preescolar (de 19 meses a 5 años)

Sus experiencias les dotan de suficiente intuición para identificar algunos peligros del entorno. Sienten temor ante lo desconocido y el dolor físico y echan en falta al cuidador cercano. Les crea tensión resolver conflictos entre la dependencia y la independencia. Se enfrentan a múltiples y complejos cambios, como empezar a ir al colegio o a la guardería e iniciarse en las relaciones con los compañeros. Tienen que afrontar la competencia de los compañeros o de otros hermanos.

En su posibilidad de sentirse seguros juega un papel muy importante el vínculo desarrollado con los padres. La creación de relaciones seguras y fuertes supone para ellos un espacio amortiguador de las amenazas. Las relaciones sólidas constituyen la principal herramienta para hacer frente a un ambiente de cambio. Si estas relaciones se han producido en momentos de amenaza, el niño buscará y aceptará el contacto con su cuidador y, una vez consolado, volverá a sus juegos.

Posteriormente, una vez desarrollada una idea de sí mismo como ser particular, interioriza reglas relativas a lo bueno y a lo malo, a lo deseable y a lo indeseable. Y llega a valorar si se comporta o no adecuadamente respecto a las mismas. Es entonces cuando aparecen emociones complejas como la culpa, la vergüenza, la envidia, los celos o la empatía.


4. Escolar (de 6 a 12 años)

En esta edad, el niño entiende las prohibiciones y las medidas de prevención de accidentes. Aprende a pensar antes de actuar. En sus comportamientos tiende a imitar a los adultos admirados, como padres, profesores o superhéroes. Aunque su crecimiento psicomotriz le permite progresar en los mecanismos de protección de manera automática, todavía no percibe los límites de su motricidad. Puede mostrar una actitud incansable ante las actividades preferidas. 

Infancia 


5. Adolescente (de 12 a 18 años)

Cuando el niño va madurando, sigue enfrentándose con múltiples periodos de transición, con frecuencia estresantes, en relación con sus nuevos roles, las relaciones sociales, el concepto del yo, la identidad personal y, posteriormente, con la identidad y el comportamiento sexual.

En su lucha por la identidad, el adolescente experimenta y lleva a cabo acciones con consecuencias problemáticas. Es fácilmente influenciable y trata de imitar a otros. Ignora sus límites y experimenta con conductas excesivas con el tabaco, el alcohol, las drogas, la búsqueda sexual o la alimentación (bulimia o anorexia. El adolescente juega a ser transgresor poniendo en juego conductas de riesgo, como el exceso de velocidad o la delincuencia. 

Adolescencia 

Chico en monopatín y chica en bicicleta

 

 


6. Adulto joven (de 19 a 25 años)

El adulto joven conoce los peligros y las medidas en general y asume la responsabilidad de sus conductas y acciones. Tiene capacidad para acceder a medios eficaces de información y recursos para la prevención. Se adapta fácilmente a los cambios que pueden surgir, como el abandono del hogar materno, la convivencia con personas nuevas o el comienzo de la vida laboral. En general, siente preocupación por los riesgos de las enfermedades sexuales contagiosas y los accidentes.


7. Adulto maduro (de 26 a 65 años)

Los adultos suelen sentir tensión al enfrentarse a numerosas elecciones, alternativas, dadas las complejas interacciones sociales, que son siempre cambiantes, y por la necesidad de realizar juicios y tomar decisiones éticas.

La convivencia con el estrés crónico suele empeorar la calidad de vida de los adultos y puede originar hipertensión, dependencia de drogas, alteraciones en las relaciones personales e incluso pérdida de contacto con la realidad. Un adulto sometido a niveles insanos de estrés durante mucho tiempo suele desarrollar múltiples problemas, que limitan su capacidad de convivir en sociedad conforme se va deteriorando su nivel general de salud física y psicológica.

Las respuestas mal adaptadas al estrés crónico en un adulto no sólo afectan su salud física, sino también los aspectos emocionales, sociales e intelectuales de su vida. 

Adultez 

 

8. Adulto mayor, adulto mayor medio y adulto avanzado (de 66 a 74 años, de 75 a 84 años y de 85 en adelante)

Las personas mayores tienen mayor riesgo de desarrollar enfermedades relacionadas con el estrés. Pueden verse sometidas a factores estresantes muy importantes en esta época. Por desagracia, la pérdida de salud, la incapacidad de cuidarse a sí mismo, el temor a morir, la sensación de abandono o el aislamiento social, la pobreza y, con frecuencia, la muerte del cónyuge generan respuestas inadecuadas. La familia y el apoyo social tienen una importancia crucial para que los ancianos vivan exitosamente estas experiencias. 

Vejez

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Factores que influyen en el desarrollo de la actividad
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1. Relacionados con el sexo

2. Relacionados con la patología

3. Relacionados con el tratamiento

 

1. Relacionados con el sexo

En la mujer el embarazo provoca una crisis acompañada de ansiedad. Se enfrenta a importantes cambios físicos, psicológicos y sociales. Surgen demandas derivadas del imperativo de mejorar el cuidado de sí misma. Además, tiene que prepararse para un cambio de rol y sus consecuencias en el cambio de la estructura y de las relaciones en el hogar. Parece que elementos de tipo social y químico explican que las mujeres tengan mayor grado de ansiedad que los hombres. 

Embarazo

Con respecto a las estrategias de afrontamiento, en distintos estudios se deduce que las mujeres utilizan más y con mayor diversidad estrategias de afrontamiento que los hombres. Las mujeres utilizan más que los hombres la evitación, la resolución de problemas, la búsqueda de apoyo social y la revaluación positiva. La socialización de la mujer, caracterizada por mirar más hacia los demás y menos hacia sí misma, podría ser el substrato del uso más frecuente de la evitación, la cual le ayuda a responder a las demandas de su entorno. En el caso de las mujeres el hecho de asumir rápidamente las tareas domésticas ayuda en su recuperación, rehabilitación y autoestima, mientras que los hombres siguen sintiéndose limitados y ello puede asociarse a mayores síntomas de depresión.

Parece que la culpa ante una enfermedad aflora más fácilmente en la mujer que en el hombre por no poder complacer las demandas de los otros y relegar sus propias necesidades. Esta disposición se genera por la socialización a través de experiencias y aprendizajes. También en las sociedades individualistas se intensifica más la expresión de la culpa y la vivencia de esta emoción (Fernández–Abascal, 2003).

La revalorización positiva se refiere a los intentos de cambiar el propio punto de vista sobre la situación estresante con la intención de verla con un enfoque más positivo. Esta forma de afrontamiento es menos utilizada por los hombres.

La búsqueda de apoyo social comprende la búsqueda de contacto o consuelo, ayuda instrumental y apoyo espiritual. Las mujeres utilizan más que los hombres esta estrategia, mediante la cual confían sus problemas a los demás, y tienen una red social más extensa que los hombres. Los hombres infartados comparten sus preocupaciones con sus mujeres, mientras que las mujeres enfermas expresan sus preocupaciones a las hijas e hijos antes que a su marido. La mujer muestra sus emociones más a menudo que los hombres (Fischer, 2000), y ello puede explicarse por las diferentes pautas reguladoras que condicionan la expresión de emociones y respuestas según el rol de mujer u hombre. Desde una dimensión cultural, la expresión de estas preocupaciones coincide con grupos con valores individualistas más que colectivistas. Hablar con otros hace que la persona se sienta más integrada socialmente (Campos et al., 2004).

 

2. Relacionados con la patología

Es obvio que cualquier enfermedad que afecte a los huesos, las articulaciones, los músculos y el sistema nervioso influye en el movimiento y en la postura corporal. Las diferentes patologías las podemos agrupar dependiendo del tipo de afectación que producen:

  1. Afectación cognitiva. Las demencias se definen como deficiencias adquiridas, es decir, no congénitas, en las capacidades cognitivas que dificultan la realización de las actividades de la vida ordinaria. Aunque la memoria es una de las capacidades más afectadas, otras habilidades mentales, como la capacidad de visión espacial, el cálculo, el juicio y la resolución de problemas, también están impedidas o limitadas. Está claro que estas dificultades ponen al sujeto que las padece en una situación clara de vulnerabilidad ante los peligros. Además, otros trastornos asociados a las demencias, como las alucinaciones, la agitación y la desinhibición, exponen aún más a un riesgo elevado de lesión. Si tenemos en cuenta que las demencias suelen afectar a la población anciana, debilitada y con mayor predisposición a sufrir traumatismos, el riesgo de lesiones graves se potencia sobremanera. Sin embargo, es importante tener en cuenta que no todas las demencias son irreversibles y que en algunos casos concretos un tratamiento correcto puede permitir recuperar un nivel cognitivo suficiente para poder evitar los peligros. La experiencia de trastornos afectivos, por ejemplo, la depresión y/o la ansiedad, como por ejemplo el pánico, pueden alterar la atención y la posibilidad de manejar la información. Asimismo, la existencia de un retraso mental importante afecta la posibilidad de usar eficazmente las habilidades mentales, desconocer peligros y riesgos o no tomarlos en consideración. 
  2. Afectación muscular y sistema nervioso. Con una prevalencia más baja que las demencias previamente descritas, las enfermedades musculares producen alteraciones en la movilidad y, por tanto, dificultan una reacción rápida ante una situación de peligro. Existen enfermedades hereditarias, raras, que afectan al metabolismo muscular y producen distrofia muscular (atrofia muscular progresiva) irreversible con el paso de los años, en algunos casos incluso desde la infancia; los síntomas principales son la falta de fuerza y el dolor muscular. Entre las enfermedades adquiridas de los músculos están las derivadas de enfermedades de otros sistemas, como la insuficiencia cardiaca, respiratoria o renal crónicas, el fallo hepático y la anemia. Lo típico de estas situaciones es una debilidad muscular generalizada y una escasa tolerancia al esfuerzo, que limita la movilidad, pero sin perturbar a un grupo muscular concreto o a un tipo de movimientos específico. La fatiga es el síntoma predominante. Hay trastornos endocrinos, como la hiperfunción y la hipofunción tiroideas, entre otros, en los que, además de falta de fuerza, pueden existir calambres musculares y dolor muscular (mialgias). También hay lesiones del sistema nervioso que tienen como efecto parálisis, como las lesiones medulares o los accidentes cerebrovasculares, que afectan al control de la posición, el movimiento y, en algunos casos, la comunicación de las propias necesidades. 
  3. Afectación de los órganos de los sentidos. Las alteraciones de la vista y del oído son las que más exponen a riesgo de lesión a las personas. Cuando el déficit visual o auditivo está presente desde la infancia, generalmente en la educación ya se han tenido en cuenta estas limitaciones y se han desarrollado estrategias que permiten evitar los peligros a pesar del déficit sensorial. Sin embargo, cuando estas discapacidades se dan a edades más avanzadas y cuando evolucionan de forma lenta, es menos probable que se adopten estrategias preventivas. Las alteraciones del gusto y del olfato son menos frecuentes y sólo condicionan el aumento de riesgo ante la exposición a agentes químicos. La diabetes de larga evolución puede asociarse a alteraciones de la sensibilidad táctil y/o dolorosa, sobre todo en los pies y las piernas, hecho que los condiciona a un elevado riesgo de lesión. En estos casos, además, una vez que dicha lesión se ha generado, es difícil curarla al no percibirse dolor y no adoptar las posturas antiálgicas que pueden evitar la maceración de la herida. 
  4. Alteraciones de la inmunidad. Los síndromes de inmunodeficiencia se dividen en congénitos y adquiridos. Los primeros afectan a los niños y exigen unas medidas muy estrictas para evitar las infecciones. Entre los adquiridos, el más conocido es el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA) por infección de VIH. Sin embargo, otras enfermedades del sistema hematopoyético, como leucemias, linfomas o mieloma, también predisponen a un riesgo más elevado de infección ante gérmenes habituales o incluso gérmenes que en condiciones normales no producen infecciones pero que, en cambio, en estos sujetos sí que pueden producirlas (gérmenes oportunistas).

 

3. Relacionados con el tratamiento

Hay fármacos y drogas que afectan al sistema nervioso central y dificultan nuestra capacidad de discernir y reaccionar de forma rápida ante una situación de peligro. Además, existen fármacos utilizados en diversas enfermedades que frenan determinados procesos de la inmunidad y exponen nuestro organismo a un riesgo mayor de enfermedades infecciosas: son los denominados inmunosupresores.

Entre los primeros cabe destacar los derivados de benzodiazepinas, que se utilizan como inductores del sueño o como mitigadores de la ansiedad (ansiolíticos), y que además tienen cierta capacidad de relajación muscular. Estos medicamentos inhiben la capacidad de reacción y alargan el tiempo de respuesta de los movimientos rápidos. Su utilización se ha asociado con un mayor riesgo de caídas en las personas mayores. Otros fármacos como los antihistamínicos, utilizados para controlar los procesos alérgicos, tienen una acción sedante y frenan la velocidad de respuesta. En la información al usuario de estos productos siempre se especifica que debe evitarse su empleo en actividades como la conducción de vehículos, el manejo de maquinaria peligrosa o los trabajos en condiciones de riesgo. Otros medicamentos, como los analgésicos, los opiáceos, los antitusígenos, los neurolépticos, etc., aunque estén menos estudiados en este sentido, también ocasionan efectos que podrían incrementar la posibilidad de sufrir un accidente. Un informe realizado para las directrices sobre transporte de la Comunidad Europea sugiere que al menos el 10 % de las personas heridas o muertas en accidentes de tráfico utilizaban algún medicamento psicotrópico, hecho que podría haber actuado como factor coadyuvante (Barbone, 1998). El efecto de los antidepresivos sobre la conducción ha sido menos estudiado, pero se aconseja que las personas que están bajo los efectos de esta medicación no conduzcan hasta pasada una semana del inicio del tratamiento, con el objeto de que las personas que la toman y sus allegados puedan evaluar el efecto sedante de la medicación. Algunos antidepresivos, como citalopram, fluoxetina, fluvoxamina, paroxetina y sertralina, se considera que afectan en menor grado la capacidad para conducir vehículos.

La medicación inmunosupresora se utiliza en las personas que reciben un trasplante y en las que padecen determinadas enfermedades del sistema inmune. Su uso se asocia a un mayor riesgo de infección, por tanto, es necesario tomar precauciones para mitigar este riesgo. Se recomienda evitar el contacto con personas que padecen o se sospecha que padecen algún proceso infeccioso conocido. Está contraindicada la utilización de vacunas que utilicen gérmenes vivos y se deben extremar las medidas de higiene, como el aseo. Asimismo, el consumo de alimentos y bebidas ha de estar en condiciones salubres. En caso de convivir con animales domésticos, es preferible prescindir de las mascotas y se deben tomar medidas estrictas para evitar el contagio de enfermedades animales trasmisibles a los humanos (zoonosis).

Medicamentos

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Última modificación: 11/11/21 10:41h

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