Información general

Descripción
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La persona vive inmersa en un entorno constituido por factores de naturaleza física, química, biológica y sociocultural:

  • Los factores fisicoquímicos comprenden los fenómenos meteorológicos, los componentes del aire, las condiciones ambientales y la estabilidad de la corteza de la Tierra. 
  • Entre los biológicos se pueden señalar las plantas, los animales, salvajes y de compañía, y el resto de personas con las que se convive. 
  • Los socioculturales abarcan grandes aspectos derivados de la estructura social, legal y económica de una sociedad y se traducen en los patrones culturales, el sistema familiar y comunitario, los roles y las relaciones de los miembros, las obligaciones y los derechos de los individuos y los grupos, los recursos económicos individuales, los adelantos tecnológicos, la accesibilidad a servicios comunitarios y los valores dominantes.

 

Todos estos factores, cuando están fuera de control, pueden causar un daño real o potencial a la persona, ya sea de orden físico, biológico, psicológico, social o espiritual. Sin embargo, correctamente utilizados y controlados, son útiles y beneficiosos, como por ejemplo el sol, la electricidad, los alimentos, la dependencia de otros, etc.

Desde una perspectiva científica, se distingue entre peligro y riesgo (Joffe, 2003). El término peligro hace referencia a aquella situación en la que el daño proviene de una fuente externa a la persona. Contempla tanto situaciones que tienen que ver con hechos naturales, por ejemplo, terremotos, inundaciones, aludes, microorganismos patógenos, etc., como situaciones debidas a la naturaleza humana y a nuestra forma de vida y cultura, por ejemplo, la violencia, los accidentes nucleares e industriales, la lluvia ácida, el efecto invernadero, etc. (que son una mayoría en la sociedad occidental contemporánea). El término riesgo alude al daño que puede impedirse mediante la acción humana. Un peligro se convierte en riesgo en el momento en que puede ser predicho y controlado.

Afortunadamente, la persona está equipada con mecanismos naturales y culturales para hacer frente, con éxito, a una buena parte de las condiciones adversas del medio. Estos mecanismos la capacitan para detectar los estímulos, internos y externos, procesarlos fisiológica y cognitivamente, y evaluarlos, ya sea como favorables o agradables o, por el contrario, como nocivos o amenazantes. Según cómo estos estímulos sean interpretados, se producirán diferentes transformaciones o reacciones fisiológicas y mentales (cognitivas, emocionales y motivacionales) que la llevarán a unas conductas concretas, automáticas o deliberadas, que determinarán o no la potenciación del funcionamiento y el desarrollo fisiológico, y el crecimiento personal. Cuando esto se logra se consigue un entorno seguro que promueve la salud, el bienestar y la calidad de vida.

Evitar los peligros y controlar los riesgos comprende acciones, innatas y/o aprendidas y conscientes, para preservar la supervivencia y el crecimiento, y favorece la maduración personal. Por tanto, abarca el conjunto de acciones conscientes y voluntarias que una persona realiza ante una situación de vulnerabilidad, con el fin de protegerse para hacer frente a las amenazas, aplicando las medidas preventivas ante los riesgos de tipo biológico y fisicoquímico, y adaptando estrategias de afrontamiento efectivas para dar respuesta a las demandas personales y sociales que faciliten una interacción armónica con los otros, la integración y la sensación de seguridad dentro del entorno.

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Capacidades biofisiológicas y psicológicas
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La persona está dotada de mecanismos innatos y automáticos para protegerse de situaciones adversas y agresiones físicas y biológicas, externas e internas. Estos mecanismos innatos se complementan con otro tipo de acciones conscientes, como la aplicación de medidas preventivas y el uso de estrategias de afrontamiento aprendidas, que permiten responder a los factores adversos y a las exigencias individuales y sociales derivadas del manejo de la tecnología y de la interacción con el resto de individuos de la sociedad.

1. Protección innata, consciente y acciones automáticas, 2. Protección aprendida, consciente y acciones intencionadas, 3. Reconocimiento de la situación o primera valoración, 4. Acción frente al problema: movilización de recursos para controlar la situación, revaluación o segunda valoración.

 

1. Protección innata, consciente y acciones automáticas

De forma innata el organismo humano está dotado de mecanismos anatómicos y fisiológicos para defenderse de factores del entorno que, potencialmente, pueden ser nocivos y lesivos.

La piel y las mucosas, que recubren los ojos, la nariz, la boca, el tubo digestivo y las vías respiratorias, la vejiga y la vagina, constituyen la primera línea de defensa frente a agresiones externas. La piel, cuando no presenta pérdida de continuidad, es una barrera anatómica infranqueable que nos protege de las agresiones mecánicas y químicas y que evita las lesiones de tejidos más profundos. La descamación cutánea, el ácido láctico segregado por las glándulas sudoríparas y los ácidos grasos segregados por las glándulas sebáceas contribuyen a inhibir el crecimiento bacteriano patógeno.

El moco segregado por las células de las mucosas favorece la adherencia de gérmenes y evita que progresen hacia zonas que deben permanecer estériles, como es el caso de la mucosa bronquial y vesical. Otras mucosas, sin embargo, están colonizadas por gérmenes que conviven sin producir daño alguno, como es el caso del tubo digestivo y la vagina.

Sistema inmunitario. Si algún germen penetra en el organismo y burla esa primera línea de defensa que son la piel y las mucosas, se pone en funcionamiento la segunda línea de defensa, la respuesta inflamatoria, para hacer frente a agentes de tipo infeccioso, tóxico o a algún cuerpo extraño que, potencialmente, pueden lesionar los tejidos internos. Ante estos agentes agresivos se segrega histamina, que favorece el aumento del flujo sanguíneo para que los fagocitos destruyan las bacterias, y se activa la función de los linfocitos. La zona afectada presenta inflamación, calor, enrojecimiento y dolor. La liberación de determinadas proteínas pirogénicas al torrente sanguíneo por parte de estas células puede producir fiebre La tercera línea de defensa se identifica con la respuesta inmune específica. Las figuras relevantes son los macrófagos y los linfocitos. Su función es fagocitar los agentes patógenos que pueden atravesar, por ejemplo, la mucosa bronquial o intestinal para evitar la diseminación de gérmenes por todo el organismo.

Los linfocitos B y T aseguran la respuesta específica, es decir, una reacción inmune ante una sustancia extraña para el organismo que se llama antígeno. Los linfocitos B defienden el organismo mediante la producción de anticuerpos capaces de reconocer los agentes extraños y atacar de manera concreta a cada tipo de bacteria, virus y toxina y, a la vez, facilitar su fagocitosis (proceso por el cual los linfocitos son capaces de destruir estos elementos nocivos). En los casos en que el agente agresor (virus, bacterias, protozoos parásitos) invade la célula, el control se escapa a la acción de los linfocitos B. Entonces los linfocitos T participan directamente ante los antígenos, ya que poseen en su superficie receptores especializados en la identificación de fragmentos de un antígeno concreto.

El sistema nervioso autónomo (SNA) es la parte del sistema nervioso vinculada a la inervación de las estructuras involuntarias, como el corazón, la musculatura lisa y las glándulas de todo el cuerpo. El SNA, por sus funciones contrapuestas, se clasifica en sistema nervioso simpático y sistema nervioso parasimpático.

 

El sistema nervioso simpático excita el cuerpo y lo prepara para defenderse de los peligros potenciales, acelerando el ritmo cardiaco, frenando la digestión, aumentando los niveles de glucosa en la sangre, dilatando las arterias, aumentando la sudoración e incrementando la vigilia, es decir, preparando el cuerpo para la alerta y la acción inmediata de defensa o huida.

El sistema nervioso parasimpático, entre otras funciones, reduce la frecuencia cardiaca, aumenta el peristaltismo, es decir, actúa de forma opuesta al sistema nervioso simpático, conservando la energía.

El sistema nervioso también influye en el sistema endocrino, ya que regula la secreción de hormonas a través de las glándulas, para garantizar el mantenimiento del equilibrio interno necesario para la funcionalidad de los órganos. Las hormonas liberadas al torrente sanguíneo alcanzan las células con receptores específicos, sobre las que ejercen sus funciones en situaciones de estrés. Por ejemplo, la hormona corticotropina (ACTH) regula la secreción de glucocorticoides, que juegan un papel importante en el estrés y en su efecto sobre la inflamación y la respuesta inmune. Las hormonas adrenalina y noradrenalina también se encargan de activar al organismo ante situaciones de estrés aumentando la frecuencia cardiaca, la presión arterial y la dilatación bronquial, y aumentando la producción de glucosa, entre otras acciones.

Sistema termorregulador. Otro mecanismo fisiológico que contribuye al equilibrio interno es la termorregulación. El ser humano es termoestables, por lo que es necesario que el calor generado por el metabolismo celular y la actividad muscular sea regulado mediante mecanismos de pérdidas de calor, de manera eficaz, para mantener la temperatura interna dentro de unos límites. El balance de la producción y las pérdidas de calor está controlado por un conjunto de estructuras neuronales y conexiones que se extienden hacia abajo, desde el hipotálamo y el sistema límbico, a través de la formación reticular, hacia la médula espinal y los ganglios simpáticos. Cuando la persona siente frío se desencadena una serie de fenómenos para disminuir la pérdida de calor, así se produce una vasoconstricción cutánea para mejorar la capacidad de aislamiento y aumentar la producción de calor, lo que provoca un incremento del tono muscular que, en sensaciones más extremas, acaba en tiritona. Si, por el contrario, la persona siente calor, se desencadenan los mecanismos para perder calor; de esta forma, se produce una vasodilatación cutánea para aumentar la transferencia de calor al exterior. Si este fenómeno no es suficiente, la persona comienza a sudar. La evaporación de sudor sobre la superficie de la piel logra una gran pérdida de calor.

Los mecanismos descritos hasta ahora se producen tanto en estado consciente como inconsciente. Sin embargo, la persona también está dotada de otros mecanismos fisiológicos que producen acciones automáticas para las que es necesario tener cierto nivel de conciencia y sensibilidad. Gracias a la evolución, la información que se recoge a través de los órganos de los sentidos y de los receptores se transforma en acciones automáticas de protección.

Los órganos de los sentidos, con sus receptores especializados de olfato, gusto, vista, oído y tacto, captan estímulos externos. La información de estos receptores se transforma a nivel cerebral en percepciones que se analizan en diferentes partes del cerebro. De manera automática la persona se tapa los oídos ante un ruido estrepitoso, cierra los ojos ante una luz intensa, escupe sustancias que tienen un sabor desagradable o extraño y se aparta de objetos o materiales que pueden causarle lesiones.

Receptores internos y externos. La piel, con sus mecanoreceptores (sensibles al tacto-presión), termoreceptores (sensibles al frío y el calor) y receptores de dolor, protege a la persona de todos aquellos factores externos que la pueden dañar. Los receptores no están distribuidos homogéneamente en el cuerpo, sino que se localizan más en unas zonas que en otras, donde la sensibilidad es mayor. Los receptores internos captan los cambios contraproducentes de la temperatura corporal o las alteraciones en las vísceras y traducen esta información en dolor como señal de alarma.

El sistema nervioso es el productor de la acción refleja, una acción súbita llevada a cabo por un grupo muscular antes de que el cerebro reciba la información o la procese en la corteza cerebral. Cuando se recibe la información, el hipotálamo, centro integrador del sistema nervioso autónomo, del sistema endocrino y del sistema nervioso somático, influye en el control de las reacciones de evitación del peligro, de confrontación o de ataque de agresores potenciales. Se podría decir que la huida, la evitación o la lucha son comportamientos innatos de carácter preventivo. El hipotálamo también conecta con la corteza cerebral, donde se procesa la información sensorial, y puede, en un momento dado, controlar las reacciones automáticas desencadenadas, como por ejemplo abortar una huida o una confrontación.

 

2. Protección aprendida, consciente y acciones intencionadas

Otro nivel de protección son las conductas aprendidas e intencionadas que tienen como meta complementar los mecanismos fisiológicos protectores descritos anteriormente, y aplicar medidas preventivas y estrategias de afrontamiento para controlar y minimizar las amenazas y los riesgos del entorno. Estas conductas necesitan de la integridad anatómica y funcional de las distintas redes neuronales, es decir, dependen de los procesos de percepción, valoración, decisión y ejecución conscientes, y van asociadas a la conciencia, la atención, la memoria, el pensamiento, el lenguaje, la emoción y la motivación.

Para emprender este tipo de acciones para protegerse y sentirse seguro es imprescindible:

  • La conciencia de la persona: ha de saber quién es, dónde está y tener capacidad para explorar su entorno. 
  • Un alto nivel de alerta o atención para poder identificar las fuentes de peligro o de amenazas. Los niveles de atención fluctúan dependiendo de la fatiga, el conocimiento y la experiencia previa que una persona tenga ante la fuente que provoca inseguridad o falta de control. 
  • La memoria también es necesaria, pues gracias a ella se adquiere, se retiene y se recupera información. Sin ella una persona no podría prevenir los riesgos conocidos porque, sencillamente, no podría recordarlos y, en consecuencia, tampoco podría llevar a cabo las acciones necesarias para asegurar la protección. 
  • La conciencia de peligro o de riesgo y la reflexión sobre qué se puede hacer ante ello tiene que ver con el pensamiento. Con él la persona crea conceptos, resuelve problemas, toma decisiones y se forma juicios respecto a lo que sucede y es deseable. Al estar condicionada por las creencias, muchas de ellas sesgadas, es posible pensar más o menos acertadamente ante las situaciones de riesgo.
  • Las emociones facilitan la protección de la persona y la ayudan a sentirse tranquila aun siendo consciente de los riesgos. Muchas de las emociones son consecuencia de la manera de pensar, aunque algunas se produzcan de forma instantánea. 
  • El lenguaje permite transmitir la información y la experiencia así como pedir ayuda. 
  • La motivación es el motor para elegir y realizar una acción entre distintas alternativas en una determinada situación. La motivación está modulada por factores internos, como las emociones y los pensamientos, y por factores externos, como las exigencias sociales y culturales.

 
Este nivel de protección conlleva un proceso dirigido a definir si la situación vivida es un peligro o entraña un riesgo porque se juzgan sus consecuencias como indeseables, y si se cuenta o no con los recursos necesarios para su control, con lo cual se concluye si se precisa usar unos recursos que no se tienen. Generalmente, ante todas las situaciones vividas se lleva a cabo ese cálculo de forma más o menos automatizada. Este proceso de cálculo se materializa en una primera valoración donde se reconoce la situación y, casi simultáneamente, en una segunda valoración donde se evalúa qué se puede hacer para afrontar el problema y si se cuenta o no con los medios necesarios para ello. Su resultado puede ser tener confianza en las propias posibilidades, si la situación es manejable con los recursos disponibles, o bien percibir la situación como un peligro o un riesgo, cuando los recursos son inexistentes, insuficientes o inadecuados, y entonces se experimenta algún grado de incomodidad, malestar, dolor o sufrimiento que requiere ser afrontado. La persona en una situación determinada es la que define la naturaleza y el alcance de su vivencia; como cada persona tiene una historia particular, dependerá de las propias metas, las creencias, los recursos personales y las características psicológicas. En cualquier caso, en general, un problema grande se acompaña de problemas pequeños porque exige un reajuste de la vida habitual.

La doble valoración que se pone en marcha frente a una buena parte de las situaciones experimentadas como peligros o riesgos está presente muy especialmente en las situaciones relacionadas con alteraciones del funcionamiento personal. Es el caso de las situaciones con presencia de signos y síntomas indicativos de enfermedad o anormalidad y el de las consideradas de naturaleza sociocultural, que incluyen, tal y como se ha señalado al comienzo, tanto las derivadas de intereses personales como las originadas por la interacción del individuo dentro de una sociedad concreta y un grupo particular, donde la relación con uno mismo y con otros conlleva asumir roles, vivir la dependencia, aceptar constricciones y experimentar pérdidas de distinto tipo (económicas, afectivas, de estatus, de funcionamiento, etc.).

Niño en monopatín y niña en bicicleta

 

3. Reconocimiento de la situación o primera valoración

Al analizar la situación se puede concluir que ésta supone una pérdida, potencial o real, un daño o una amenaza o bien un reto. La amenaza se relaciona con un daño o una pérdida que no se ha producido aún pero que es posible o probable que se produzca en un futuro más o menos cercano. La pérdida se vincula con el detrimento o la privación que ya se ha producido. El desafío o el reto implica la posibilidad de alcanzar algo positivo y que, a pesar de las dificultades que se interpongan en el camino, éste se pueda alcanzar con entusiasmo, persistencia y confianza en uno mismo.

Ante situaciones idénticas el resultado de la valoración puede ser diferente y se puede catalogar el evento, el hecho o la situación como beneficioso, dañino, irrelevante o amenazante, y siempre se acompaña de emociones concretas que han de ser adecuadas en cantidad y calidad. Si se evalúa la situación como amenaza, pérdida o daño, emergen emociones como el miedo, la tristeza, el pesimismo, el enojo, el odio o la desesperación. Por ejemplo, el miedo puede considerarse una emoción protectora, ahora bien, la falta de miedo puede resultar tan dañina como su exceso. La falta de miedo porque no dispara la alarma protectora, y el exceso de miedo porque es un sistema de alarma continuo que impide una vida normal y el crecimiento personal, ya que la persona difícilmente percibe las circunstancias como desafíos o retos.

Cuando la situación es nueva o aparece bruscamente y es calificada de riesgo o peligro, en una primera evaluación, se produce, como consecuencia, un proceso autónomo y automático: la activación simpática, que provoca un aumento de la respiración, el ritmo cardiaco, la presión arterial y la liberación de glucosa. Esta activación se va reduciendo de forma lenta si la situación que la ha provocado desaparece, pero si ésta se mantiene se prepara al organismo para actuar en consecuencia, ya sea tratando de escapar (huida) o dominando dicha situación (lucha). Todo ello implica la liberación de adrenalina y noradrenalina al torrente sanguíneo. Estas reacciones fisiológicas son de gran valor para la supervivencia, ya que preparan para una intensa actividad.

Si la valoración de peligro e inseguridad se mantiene, entran en acción otras hormonas que tienen un efecto activador capaz de ser mantenido en el tiempo. Se produce una excitación de las neuronas del hipotálamo que produce la liberación de corticotropina (ACTH) y una estimulación de los centros simpáticos y la hipófisis posterior. La corticotropina estimula la corteza suprarrenal para que secrete cantidades muy aumentadas de cortisol y aldosterona. Ambas hormonas provocan varias respuestas: 

  1. El cortisol induce el aumento del catabolismo de las proteínas, la neoglucogénesis, que produce hiperglucemia, la disminución de los linfocitos y las respuestas inmunitarias, y la disminución de los eosinófilos y de las respuestas alérgicas. 
  2. La aldosterona estimula el aumento de la reabsorción de sodio y, consecuentemente, de agua.

 
La acción de la aldosterona y del aumento de la secreción de la hormona antidiurética produce retención de agua y el aumento del volumen sanguíneo y, como consecuencia, el aumento de la presión arterial. Otras respuestas simpáticas son la palidez y la frialdad de la piel, las manos sudorosas y la sequedad de la boca. Como consecuencia, se producen una serie de efectos negativos para el organismo: inmunosupresión, trastornos gastrointestinales, emociones negativas, no percepción de control, pasividad e indefensión. Este estado mantenido se acompaña de una elevada activación simpática que, con el tiempo, puede producir signos y síntomas como taquicardias, palpitaciones, molestias gástricas, falta de apetito, diarrea. En algunas personas puede darse sensación de ahogo, opresión torácica, fatiga excesiva, tensión muscular, contracturas y alteraciones del sueño, que son indicadores característicos de un manejo inadecuado de la amenaza y que pueden producir problemas de salud a corto y largo plazo.

 

4. Acción frente al problema: movilización de recursos para controlar la situación, revaluación o segunda valoración

Simultáneamente a la valoración anterior se produce una valoración más detenida de la situación dirigida a: 

  • Considerar las propias capacidades. 
  • Planificar cómo manejar los recursos para afrontar el problema.


Surgen entonces preguntas como “¿qué puedo hacer?”, “¿voy a ser capaz de aguantar?”, y ello supone confrontar las propias posibilidades con la situación desencadenante. De acuerdo con los juicios hechos respecto a las condiciones, a las estrategias para hacerles frente y a los recursos disponibles, la persona selecciona la estrategia a aplicar. Las opciones seleccionadas pueden ir desde no hacer nada, tratar de huir o evitar la situación, a intentar hacerle frente y controlarla. Lo que cada persona interpreta, decide y hace en una situación concreta depende de sus recursos y de sus habilidades. En cualquier caso, todas las personas llevan a cabo algún tipo de esfuerzo dirigido a manejar eficazmente las circunstancias que, según evalúan, exigen de ellas recursos por encima de sus posibilidades.

En algunos casos es posible que no se disponga de ninguna estrategia para hacer frente a la situación y entonces se debe decidir qué conducta seguir, por ejemplo, arriesgar una nueva respuesta o permanecer pasivo tratando de sobrellevar la situación. La movilización de recursos depende, en gran medida, de la respuesta seleccionada. En cualquier caso se relaciona con los recursos personales, como el autoconocimiento, la motivación o el autocontrol, y los recursos sociales, como el soporte social y las estrategias de afrontamiento. Pero la capacidad de disponer de habilidades eficaces para hacer frente a las situaciones depende de las posibilidades que se han tenido de aprender conductas adecuadas y de si su manifestación en ocasiones anteriores ha sido reforzada. Las conductas seleccionadas pueden ser muy variadas, incluso para una misma situación. Si son eficaces, obtendrán consecuencias positivas y en el futuro tenderán a repetirse en situaciones de estrés similares. Si no son eficaces, obtendrán consecuencias negativas y la persona tenderá a no repetirlas en el futuro. Incluso en una misma situación, pueden utilizarse con éxito diferentes formas para afrontarlas, por lo que, en muchos casos, no hay una estrategia adecuada, sino varias.

Ante situaciones que requieren movilización de esfuerzos, tanto cognitivos, emocionales y motivacionales como comportamentales (acciones), la persona pone en marcha una o varias estrategias de afrontamiento en el intento de reducir o eliminar tanto la experiencia amenazante o desagradable como el estado emocional insoportable vinculado a la misma. Mediante el afrontamiento se intenta resolver el problema principal y los secundarios, para lo cual es necesario tanto regular las emociones como proteger la autoestima, manejar las relaciones sociales y dar sentido a la experiencia, esto es, encontrar respuestas satisfactorias a preguntas como “¿por qué esto ahora?”, “¿por qué a mi?”. Las consecuencias de esta experiencia, entre otras, pueden ser aumentar el conocimiento y desarrollarse personalmente.

Tras haber reconocido el peligro potencial o haberlo confirmado como tal y tras haber realizado la valoración de los propios recursos, se pone en marcha el plan considerado idóneo para resolver la situación. El plan puede presentar diferentes estrategias de afrontamiento como resultado de una delicada y continua transacción entre lo que la persona percibe del medio (interno o externo) y los recursos de afrontamiento que considera disponibles y activables. Las opciones seleccionadas pueden:

  1. Resolver el problema: intentar hacerle frente y controlar el problema buscando información, proyectando soluciones, negociando opciones. 
  2. Manejar las emociones descargando emocionalmente con otras personas, persiguiendo la distracción, buscando lo positivo de la experiencia, rezando. 
  3. Evitar el problema: no hacer nada, es decir, caer en la desesperación, aislarse de otros, huir de la situación.

  
Ahora bien, generalmente, en una persona y ante una misma situación, se puede presentar más de una estrategia. Las estrategias de afrontamiento están condicionadas por características personales y por circunstancias coyunturales. Así, las estrategias de afrontamiento pueden verse moduladas por el optimismo, las creencias positivas y las aptitudes para la resolución de problemas o las relaciones sociales, así como por el nivel de salud y la energía de la persona, y los recursos ambientales, sociales (apoyo social) y materiales (dinero, bienes y servicios).

Los estilos de afrontamiento son aprendidos y variados. Una persona puede tener un afrontamiento con tendencia a la evitación, mientras que otras utilizan un estilo más confrontativo, buscando más información o tomando parte activa ante la situación problemática. No se puede asegurar a priori qué afrontamiento es el más efectivo. La evitación es más útil para contingencias amenazantes a corto plazo, pues utilizar planes de acción que permitan anticiparse para evitar el daño aumenta la ansiedad; por el contrario, para situaciones potencialmente dañinas que pueden perdurar en el tiempo, la evitación resulta ineficaz.

Una buena red de apoyo social puede determinar la estrategia de afrontamiento condicionando la evitación y facilitando la utilización de la expresión emocional y la búsqueda de información. Por otro lado, una buena estructura de servicios y el soporte económico facilitan no caer en la desesperanza y el abandono. De manera general, se puede decir que quienes cuentan con mejor salud física y mental pueden enfrentarse mejor a las amenazas y a los peligros y prevenir los riesgos. De todas formas, la complejidad de las situaciones amenazantes y de pérdida conlleva usar diferentes estrategias de afrontamiento.

Así pues, las estrategias elegidas pueden ser muy variadas. Si se han considerado eficaces, obtendrán consecuencias positivas y en el futuro tenderán a repetirse en situaciones similares. Si no son eficaces, obtendrán consecuencias negativas y la persona, si puede, tenderá a no repetirlas en el futuro. La valoración previa puede variar dependiendo de los cambios del contexto. La revaluación permite corregir las evaluaciones previas y modificar las respuestas. Cuando la situación es revaluada, se elabora un nuevo juicio (valoración) con un nuevo significado de la situación al asimilar nuevas informaciones, y se producen cambios en la conducta y en las emociones. El proceso de revaluación puede ayudar a reducir parte de la ansiedad derivada del reconocimiento del problema.

En ocasiones, la persona reutiliza estrategias que no favorecen ni su salud mental ni su salud física. En estos casos, puede necesitar ayuda para tomar conciencia de esos comportamientos desfavorables y asistencia profesional para propiciar cambios.

Los estudios sobre el vínculo entre el estrés y la salud han llevado a identificar determinadas formas de sentir, de pensar, de actuar en la vida cotidiana, y maneras características de respuesta fisiológica, consideradas por algunos autores como respuestas de afrontamiento y por otros como características de personalidad, que se asocian a problemas de salud específicos. Estas formas particulares de reaccionar constituyen un patrón o tipo de conducta, esto es, un conjunto formado por una manera particular de respuesta fisiológica ante los estímulos, por determinados rasgos de personalidad, y por una serie de actitudes, creencias y conductas propias de cada tipo que influyen en el funcionamiento y el bienestar de la persona. Hay tres grandes patrones de conducta, el A, el B, y el C. Los distinguen, entre otros, sus emociones, la forma en que conciben el tiempo, su necesidad de logro, la atención que se prestan a sí mismos y las vías preferentes de activación fisiológica. Caracteriza al patrón de conducta tipo A la vivencia de hostilidad, competitividad e impaciencia. El patrón B es opuesto al A , es decir, mientras el A puede percibir estrés ante una situación, el B no. Caracteriza al patrón C la supresión de las emociones que experimenta cuando se enfrenta con situaciones estresantes, especialmente el enfado. Reprimen sus emociones, tienden a cooperar y a evitar el conflicto. Si el tipo A se relaciona con enfermedades cardiovasculares, al tipo C se le asocia con el cáncer y otras enfermedades crónicas.

Se cree que la manera de interaccionar con el medio es un comportamiento aprendido asociado a la imposición de objetivos ambiciosos y poco claros por parte de los adultos, unido a una exagerada reactividad fisiológica de origen genético.

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Aspectos socioculturales
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1.Significado cultural de seguridad, 2. Nuevos valores, 3. Educación para la salud.

 

1. Significado cultural de seguridad

El concepto de seguridad ha evolucionado a lo largo de la historia. Vivir seguro se asocia con la mínima posibilidad de que se produzcan daños significativos. Mientras que antiguamente las desgracias se atribuían a lo mágico y lo divino, hoy el adelanto del conocimiento científico otorga a la condición humana poder y control. Cuando se dice que algo ocurre “por accidente” equivale a decir que ha sucedido por casualidad, puesto que cuesta admitir la posibilidad de que algo no se pueda prever o evitar.

En la cultura occidental, el valor del control está en alza; previsión o prevención son términos que proliferan en todos los ámbitos. Como consecuencia, en muchas ocasiones la persona se considera invulnerable y cuando sobreviene lo imprevisible o lo inevitable se exige una actuación profesional eficaz y rápida que le devuelva la sensación de control.

Este convencimiento y aun el sentimiento de estar obligada a controlar las desgracias desencadenan reacciones emocionales negativas como el sufrimiento y la espera, entre otras. El sufrimiento surge cuando se reúnen dos condiciones: cuando se percibe una situación como amenazante y cuando la persona se siente impotente, sin recursos para hacer frente a la desgracia. La espera también comporta impotencia, quedarse quieto retrasando o aplazando la acción. Cuanto más importante e incierto sea lo que se espera, mayor estrés y sufrimiento se experimentará en esta cultura.

 

2. Nuevos valores

Los valores culturales marcan lo que se ha llamado cultura subjetiva, que juega un papel clave para el funcionamiento psicológico de un grupo determinado. Las diferentes culturas sugieren formas deseables de experiencia emocional, que se traducen en la vida diaria de las personas en forma de control de las emociones y los sentimientos, así como de su expresión. Por ejemplo, a los niños se les enseña a ocultar el miedo o la tristeza y a las niñas se les potencia la expresión de ambas emociones. Frente a una situación de miedo, en los niños llorar es inaceptable y enojarse es valioso; mientras que en las niñas llorar es admisible e incluso esperado y encolerizarse es inadecuado. Enfrentarse a la fuente del problema es el comportamiento esperado en los niños, mientras que en las niñas lo que cabe esperar es la búsqueda de consuelo y la expresión de miedo y tristeza.

En la sociedad actual se vive una transición desde valores más colectivistas a valores más individualistas. En los valores colectivistas subyacen, entre otros, comportamientos de reciprocidad y obediencia marcada por los vínculos sanguíneos, el sentimiento del deber y la no confrontación. Los valores más individualistas enfatizan la autonomía, diferenciarse de los demás y la autosuficiencia, y refuerzan una mirada enfocada más hacia uno mismo que hacia los otros, enfocada al “querer” en detrimento del “deber” del colectivismo. Esta autosuficiencia pone múltiples retos a la persona, que muchas veces derivan hacia situaciones estresantes.

La expresión de emociones como el miedo, la tristeza, la rabia o la angustia no es bien tolerada en una sociedad que adopta valores individualistas y que es más hedonista. Cada vez hay más personas que huyen del sufrimiento de otras personas y que no están dispuestas a acompañar a éstas en situaciones difíciles. Estos comportamientos conllevan que muchas personas acaben aisladas y vivan una situación angustiosa en soledad.

 

3. Educación para la salud

Nunca como hasta ahora las personas han demostrado tanto interés por captar información acerca de cómo prevenir enfermedades y mejorar la salud. En la conciencia de las personas va calando la preocupación por vivir más y mejor, lo que incluye tomar medidas para autoprotegerse de los daños potenciales. En las últimas décadas, los resultados de las investigaciones más recientes con aplicación en la medicina son rápidamente difundidos a través de la televisión, la prensa e incluso Internet, lo cual permite acceder a una inmensa cantidad de información. No obstante, es preciso filtrar cuidadosamente esta información, pues, al ser accesible a muchas personas que no tienen la formación suficiente, puede ser, por tanto, interpretada erróneamente y ello es susceptible de producir ansiedad.

Aunque la información sanitaria es el primer peldaño para aprender y, como consecuencia, para desarrollar una actitud de prudencia y prevenir u optimizar la salud, parece ser que poseer información es insuficiente para inducir a adoptar y mantener conductas saludables, así como para cambiar aquellas que son insalubres. A pesar de tener información, algunas personas siguen desarrollando dependencias de sustancias tóxicas, conduciendo con excesiva velocidad, comiendo alimentos que contienen cantidades abusivas de colesterol, no utilizando medidas preventivas, etc. Se estima que tres cuartas partes de la población no están dispuestas a llevar un estilo de vida saludable o son incapaces de llevarlo. Una explicación a la resistencia hacia las conductas saludables que se oponen a la prevención o a los cambios de estilo de vida quizá pueda encontrarse en el elemento crítico de la inmediatez señalado por Bayes (2007). La inmediatez de encontrar lo placentero, de encontrar las consecuencias agradables a corto plazo, explica la adopción de prácticas poco saludables, que en muchos casos se convierten en prácticas de riesgo; mientras que el hecho de pensar en la salud a largo plazo, que supone adoptar comportamientos de prevención y protección, se asocia con la demora del placer.

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Condiciones ambientales
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1. Desarrollo industrial, 2. Seguridad laboral

 

1. Desarrollo industrial

El ser humano está inmerso en la naturaleza y vive a expensas de ella transformándola, interactuando con ella e intentando dominarla cada vez mejor; sin embargo, a menudo es a costa de arruinarla, degradarla y destruirla.

 

El desarrollo económico, unido al desarrollo tecnológico, ha favorecido la democratización del consumo y el uso de distintos elementos técnicos aplicados al trabajo y al hogar. Todos los adelantos han servido para mejorar, en gran medida, la llamada calidad de vida. Sin embargo, las voces críticas y ecológicas encuentran que algunos de estos adelantos se vuelven en contra de las personas e identifican consecuencias negativas para la salud, tanto físicas como psicosociales, a mayor o menor plazo.

Los contaminantes, tanto en forma de partículas como en forma de gas, pueden tener efectos negativos sobre los pulmones. Los contaminantes gaseosos pueden afectar la función de los pulmones, por la reducción de la acción de los cilios. Tras la realización de diferentes estudios, se ha estimado que la mortalidad atribuida a la contaminación del aire puede suponer un 6 % de la mortalidad global. La mayor parte de las muertes se atribuye a las partículas y a los gases emitidos por los vehículos de automoción (Küenzly, 2000).

 

2. Seguridad laboral

Con el término seguridad laboral se hace referencia a las condiciones de trabajo que deben ser controladas para que no supongan una amenaza para la seguridad y la salud del trabajador. El trabajador, en las distintas tareas que lleva a cabo, puede estar expuesto a riesgos laborales de índole variada:

  • Riesgos de accidente. Se pueden producir debido a la inadecuación de espacios, instalaciones eléctricas, equipamientos mecánicos, almacenamiento y manipulación de cargas y objetos, y a la existencia de materiales inflamables o de características químicas que suponen un peligro. 
  • Riesgos ambientales. Derivan de la exposición a agentes físicos, como ruido, vibraciones, radiaciones ionizantes, radiaciones ultravioletas, infrarrojas, microondas, campos electromagnéticos y iluminación; de la exposición a agentes químicos y la ventilación industrial, y de la exposición a agentes biológicos, como el calor y el frío, una nociva calidad del aire y una iluminación perjudicial. 
  • Riesgos psicosociales. Derivan de la organización y la ordenación del trabajo, y abarcan la carga física y mental, la monotonía, la posibilidad o no de iniciativa, el aislamiento, la participación, el hacer turnos, los descansos, etc.

 
Estos elementos se relacionan entre ellos y potencian el riesgo e impactan en la salud del trabajador. Todos estos aspectos están regulados a través de la Ley 31/1995 de prevención de riesgos laborales, de febrero de 1996, en la que se incorporan aspectos de la legislación de la Unión Europea.

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Última modificación: 11/11/21 10:41h

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